BOB BLACK: El anarquismo y otros impedimentos a la anarquía (1985)

En la actualidad, no hay ninguna necesidad de elaborar nuevas definiciones del anarquismo —sería difícil mejorar las ideadas, desde hace mucho tiempo, por distintos extranjeros ilustres ya fallecidos—. Tampoco necesitamos detenernos en los conocidos anarquismos con guión: comunistas, individualistas, etc.; todo eso ya lo cubren los libros de texto. Viene más al caso preguntarse por qué hoy no estamos más cerca de la anarquía de lo que lo estuvieron Godwin y Proudhon y Kropotkin y Goldman en su tiempo. Hay muchas razones para ello, pero las que necesitan una mayor reflexión son las suscitadas por los propios anarquistas, puesto que éstos son los obstáculos —de haber alguno— que debería ser posible eliminar. Posible, pero no probable.

Mi consideración, tras años de meticuloso escrutinio y en ocasiones de una actividad angustiosa en el medio anarquista, es que los anarquistas son una de las principales razones —sospecho que una razón suficiente— por las que la anarquía sigue siendo un epíteto sin ninguna esperanza de realización. La mayoría de los anarquistas son, francamente, incapaces de vivir de una forma autónoma y cooperativa. Muchos de ellos no son muy brillantes. Tienden a examinar sus propios clásicos y su literatura interna, dejando de lado un conocimiento más amplio del mundo en el que vivimos. Esencialmente tímidos, se asocian con otros como ellos con el entendimiento tácito de que nadie medirá las opiniones y acciones del resto con arreglo a alguna norma de inteligencia crítico-práctica; que nadie, mediante sus logros individuales, se elevará excesivamente por encima del nivel predominante; y ante todo, que nadie cuestionará los viejos dogmas de la ideología anarquista.

El entorno social de la ideología anarquista no es tanto un desafío al orden existente como una forma altamente especializada de acomodarse a él. Es una forma de vida, o el complemento de alguna, con su propia mezcolanza particular de recompensas y sacrificios. La pobreza es obligatoria, pero precisamente por esta razón queda zanjada la cuestión de si este o aquel anarquista podría haber sido algo más que un fracasado al margen de su ideología. La historia del anarquismo es una historia de derrota y martirio sin parangón, y aún así los anarquistas veneran a sus antepasados martirizados con una devoción morbosa que hace sospechar que los anarquistas, como todos los demás, piensan que el mejor anarquista es el anarquista muerto. La revolución —revolución derrotada— es gloriosa, pero su lugar son los libros y los panfletos. Durante este siglo —España en 1936 y Francia en 1968 son dos casos especialmente claros— la sublevación revolucionaria cogió a los anarquistas oficiales organizados desprevenidos e inicialmente faltos de entusiasmo, por no decir algo peor. Los motivos no hay que buscarlos muy lejos. No es que estos ideólogos fueran unos hipócritas (algunos lo eran). Más bien habían elaborado una rutina diaria de militancia anarquista que inconscientemente contaban con que durase por siempre, puesto que la revolución no era realmente imaginable como algo que hubiera que materializar en un momento dado, y reaccionaron con miedo e indefensos cuando los sucesos sobrepasaron su retórica.

En otras palabras, si se les diera a elegir entre el anarquismo y la anarquía, la mayoría de los anarquistas se inclinarían por la ideología y la subcultura del anarquismo, en lugar de dar un salto peligroso hacia lo desconocido, hacia un mundo de libertad sin Estado. Pero como los anarquistas son casi los únicos críticos declarados del Estado como tal, esta gente temerosa de la libertad inevitablemente asumiría lugares prominentes, o al menos publicitados, en cualquier insurgencia que fuera genuinamente antiestatista. Ellos mismos, siendo gregarios, se encontrarían liderando una revolución que amenazaría su estatus establecido no menos que el de los políticos y los propietarios. Los anarquistas, conscientemente o no, sabotearían una revolución que, sin ellos, podría haber logrado prescindir del Estado, sin que incluso se reprodujera la antigua lucha entre Marx y Bakunin.

En realidad, los anarquistas que se llaman tales no han hecho nada para retar al Estado, no ya con escritos vacíos y apenas leídos, llenos de jerga ilegible, sino con el ejemplo contagioso de otra forma de relacionarse con la gente. Los anarquistas, en vista de cómo manejan el anarquismo, son la mejor refutación de las pretensiones anarquistas. Es cierto que, en Norteamérica, al menos las “federaciones” más duras de organizadores de la clase trabajadora se han derrumbado por el tedio y la acrimonia, lo que es algo bueno; pero la estructura social del anarquismo todavía es jerárquica de principio a fin. Los anarquistas se someten plácidamente a lo que Bakunin llamó “el gobierno invisible” que, en su caso, lo integran los editores (de hecho, si no de boquilla) de un puñado de las publicaciones anarquistas más difundidas y longevas.

Estas publicaciones, pese a sus aparentemente profundas diferencias ideológicas, comparten posturas paternalistas similares frente a sus lectores y mantienen un pacto entre caballeros para no permitir ataques mutuos que pondrían al descubierto inconsistencias y minarían su interés común de clase en la hegemonía sobre las bases anarquistas. Curiosamente, resulta mucho más fácil criticar a Fifth Estate o Kick It Over en sus propias páginas que, por ejemplo, criticar allí a Processed World. Cada organización tiene más en común con cualquier otra organización de lo que tiene con quienes no están organizados. La crítica anarquista del Estado, si los anarquistas fueran capaces de comprenderla, no es más que un caso particular de la crítica de la organización. Y a cierto nivel, incluso las organizaciones anarquistas son conscientes de esto.

Los antianarquistas podrían perfectamente sacar la conclusión de que, si ha de haber jerarquía y coerción, ésta debe ser abierta, claramente etiquetada como tal. A diferencia de estos “expertos” (los “libertarios” de derechas, los minarquistas, por ejemplo), yo persisto con obstinación en mi oposición al Estado. Pero no, como sostienen tan a menudo los anarquistas de una forma irreflexiva, porque el Estado no sea “necesario”. La gente corriente descarta esta afirmación anarquista por ridícula, y así es como debe ser. Obviamente, en una sociedad de clases industrializada como la nuestra, el Estado es necesario. La cuestión es que es el propio Estado quien ha creado las condiciones en las que es realmente necesario, gracias a que ha despojado de su poder a los individuos y a las asociaciones voluntarias cara a cara. Lo que es más básico: no es que los fundamentos del Estado (trabajo, moralidad, tecnología industrial, organizaciones jerárquicas) no sean necesarios, sino que son antitéticos a la satisfacción de las necesidades y los deseos reales. Desafortunadamente, la mayoría de las corrientes anarquistas respaldan todas estas premisas, pero se resisten a su conclusión lógica: el Estado.

Si no hubiera anarquistas, el Estado tendría que haberlos inventado. Sabemos que, en varias ocasiones, esto es precisamente lo que ha hecho. Necesitamos anarquistas libres de la carga que supone el anarquismo. Entonces, y sólo entonces, podemos empezar plantearnos en serio el fomento de la anarquía.

Texto original en inglés: BOB BLACK: Anarchism and Other Impediments To Anarchy. Traducido por Piluca M.

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