ERICH FROMM: Ética humanista frente a ética autoritaria (1946)

Si, al contrario de lo que hace el relativismo ético, no abandonamos la búsqueda de normas de conducta objetivamente válidas, ¿qué criterios podemos encontrar para establecerlas? El tipo de criterios dependerá del tipo de sistema ético cuyas normas estudiemos.

Por necesidad, los criterios de la ética autoritaria son fundamentalmente diferentes de los de la ética humanista. En la ética autoritaria, una autoridad declara lo que es bueno para el ser humano y establece las leyes y normas de conducta a las que este ha de someterse. En la ética humanista, el propio ser humano es tanto el creador como el sujeto de las normas, su fuente formal o agencia reguladora y el sujeto de su contenido.

El empleo del término «autoritario» hace necesario aclarar el concepto de autoridad. Existe tanta confusión al respecto porque está muy extendida la creencia de que tenemos que escoger entre tener una autoridad irracional dictatorial o no tener ninguna autoridad. Sin embargo, esta disyuntiva es falaz. El verdadero problema es qué tipo de autoridad debemos tener. Cuando hablamos de autoridad, ¿estamos hablando de autoridad racional o irracional?

La autoridad racional tiene su origen en la competencia. Se respeta la autoridad de una persona que desempeña con competencia las tareas que otras le confían. No necesita intimidarlas ni despertar su admiración con cualidades mágicas. Mientras y en la medida en que, en lugar de ejercer la explotación, preste un servicio competente, su autoridad estará basada en fundamentos racionales y no requerirá un temor irracional. La autoridad racional no sólo permite, sino que exige el escrutinio y la crítica constantes de quienes se someten a ella; siempre es una autoridad temporal, por cuanto su aceptación depende de cómo actúe quien la ostente.

La autoridad irracional, en cambio, siempre haya su fuente en el poder sobre las personas. Este poder puede ser físico o mental, puede ser realista o sólo relativo, según la ansiedad e impotencia que genere en quien se someta a él. El poder por un lado, el miedo por otro, son siempre los contrafuertes sobre los que se construye la autoridad irracional. La crítica a la autoridad no sólo no es necesaria, sino que está prohibida.

La autoridad racional se basa en la igualdad entre la autoridad y el sujeto, que sólo difieren en su grado de conocimiento o habilidad en un campo concreto. La autoridad irracional se basa, por su propia naturaleza, en la desigualdad, lo que implica una diferencia de valor.

Cuando se habla de «ética autoritaria» se hace referencia a la autoridad irracional, siguiendo el uso actual del término «autoritario» como sinónimo de sistemas totalitarios y antidemocráticos. Los lectores reconocerán enseguida que la ética humanista no es incompatible con la autoridad racional.

Ética autoritaria

La ética autoritaria puede distinguirse de la ética humanista por dos criterios, uno formal y otro material.

  • Formalmente, la ética autoritaria niega la capacidad de las personas para saber lo que es bueno o malo; quien pone las normas es siempre una autoridad que trasciende al individuo. Tal sistema no se basa en la razón y el conocimiento, sino en el temor a la autoridad y en el sentimiento de debilidad y dependencia del sujeto; la entrega de la toma de decisiones a la autoridad resulta del poder mágico de ésta; sus decisiones no pueden ni deben ser cuestionadas.
  • Materialmente, o según el contenido, la ética autoritaria responde a la cuestión de lo que es bueno o malo en función, principalmente, de los intereses de la autoridad, y no de los intereses del sujeto; es explotadora, aunque el sujeto pueda obtener de ella beneficios considerables, psíquicos o materiales.

Tanto los aspectos formales como los materiales de la ética autoritaria son evidentes en la génesis del juicio ético en el niño y del juicio de valor irreflexivo en el adulto medio. Las bases de nuestra capacidad para diferenciar entre el bien y el mal se sientan en la infancia; primero en lo que respecta a las funciones fisiológicas y después en lo relativo a cuestiones más complejas del comportamiento.

El niño adquiere el sentido de distinguir entre el bien y el mal antes de aprender dicha diferencia mediante el razonamiento. Sus juicios de valor se forman como resultado de las reacciones de agrado o de rechazo mostradas por las personas que son significativas en su vida. Dada su total dependencia del cuidado y el amor del adulto, no sorprende que una expresión de aprobación o desaprobación en el rostro de la madre sea suficiente para «enseñar» al niño la diferencia entre el bien y el mal.

En la escuela y en la sociedad operan factores similares. «Bueno» es aquello por lo que uno es alabado; «malo», aquello por lo que uno es mal visto o castigado por las autoridades sociales o por la mayoría de sus semejantes. De hecho, el miedo a la desaprobación y la necesidad de aprobación parecen ser la motivación más poderosa y casi exclusiva del juicio ético.

Esta intensa presión emocional impide al niño, y más tarde al adulto, preguntarse críticamente si cuando juzga algo como «bueno» es porque es bueno para él o porque lo es para la autoridad.

Las alternativas a este respecto resultan obvias si consideramos los juicios de valor con referencia a las cosas. Si digo que un coche es «mejor» que otro, es evidente que lo considero así porque me sirve mejor que otro; es decir, califico algo como bueno o malo en función de la utilidad que tenga para mí. Si el dueño de un perro considera que su perro es «bueno», se refiere a que tiene ciertas cualidades que para él son útiles; como, por ejemplo, que satisface su necesidad de tener un perro guardián, un perro de caza o una mascota cariñosa. Así pues, se dice que algo es bueno si lo es para la persona que lo usa. Con referencia al ser humano, puede utilizarse el mismo criterio de valor. La empresa considera bueno a un empleado si le resulta ventajoso. El maestro puede considerar bueno a un alumno si es obediente, no causa problemas y le honra. Del mismo modo, un niño puede ser considerado bueno si es dócil y obediente. El niño «bueno» puede que sea miedoso e inseguro y que muestre como único deseo complacer a sus padres, sometiéndose a su voluntad. Mientras, el niño «malo» puede tener voluntad e intereses que sean propios y genuinos pero que no complazcan a sus padres.

Obviamente, los aspectos formales y materiales de la ética autoritaria son inseparables. A menos que la autoridad quisiera explotar al súbdito, no necesitaría gobernar a base de temor y sumisión emocional; podría fomentar el juicio racional y la crítica, asumiendo así el riesgo de que la considerasen incompetente. Pero como están en juego sus propios intereses, la autoridad ordena que la obediencia sea la principal virtud y la desobediencia el principal pecado. El pecado imperdonable en la ética autoritaria es la rebelión, el cuestionamiento del derecho de la autoridad a establecer normas y de su axioma de que las normas establecidas por ella redundan en beneficio de todos. Aunque una persona peque, su aceptación del castigo y su sentimiento de culpa hacen que vuelva a ser una persona “buena”, porque con ello expresa que acepta la superioridad de la autoridad.

El Antiguo Testamento, en su relato de los comienzos de la historia del ser humano, ofrece una ilustración de la ética autoritaria. El pecado de Adán y Eva no se explica en términos del acto en sí; comer del árbol del conocimiento del bien y del mal no era malo per se; de hecho, tanto la religión judía como la cristiana coinciden en que la capacidad de diferenciar entre el bien y el mal es una virtud básica. El pecado fue la desobediencia, el desafío a la autoridad de Dios, que temía que el ser humano, habiendo ya «llegado a ser como uno de Nosotros, a conocer el bien y el mal», pudiera «extender su mano y tomar también del árbol de la vida y vivir para siempre.»

Ética humanista

La ética humanista, que contrasta con la ética autoritaria, también puede distinguirse por criterios formales y materiales.

  • Formalmente, se basa en el principio de que sólo el propio ser humano, y no una autoridad que lo trascienda, es quien puede determinar el criterio para la virtud y el pecado.
  • Materialmente, se basa en el principio de que lo «bueno» es lo que es bueno para las personas y lo «malo» lo que les es perjudicial; el único criterio de valor ético es el bienestar del ser humano.

La diferencia entre la ética humanista y la autoritaria se ilustra en los distintos significados que atribuyen a la palabra «virtud».

Aristóteles considera la «virtud» como «excelencia» —excelencia de la actividad por la que se materializan las potencialidades propias del ser humano—. Paracelso, por ejemplo, se refiere a la «virtud» como sinónimo de las características individuales de cada cosa, es decir, de su peculiaridad. Una piedra o una flor tienen, cada una, su propia virtud, su combinación de cualidades específicas. La virtud del ser humano es, asimismo, ese preciso conjunto de cualidades que caracterizan a la especie humana, mientras que la virtud de cada persona es su individualidad única. El ser humano es «virtuoso» si despliega su «virtud».

Por contra, la «virtud» en el sentido moderno es un concepto de ética autoritaria. Ser virtuoso significa mostrar abnegación y obediencia; es la supresión de la individualidad, en lugar de su plena realización.

La ética humanista es antropocéntrica; no, por supuesto, en el sentido de que el ser humano sea el centro del universo, sino en el de que sus juicios de valor, como todos los demás juicios e incluso percepciones, están arraigados en las peculiaridades de su existencia y sólo adquieren sentido con referencia a ella; el ser humano es, de hecho, la «medida de todas las cosas». La postura humanista defiende que no hay nada más elevado y más digno que la existencia humana. En contra de esta posición se ha argumentado que, en la propia naturaleza del comportamiento ético, está el relacionarse con algo que trasciende al ser humano y que, por tanto, un sistema que únicamente reconoce al hombre y a su propio interés no puede ser verdaderamente moral, que su objeto sería meramente el individuo aislado y egoísta.

Este argumento, que suele ofrecerse para refutar la capacidad —y el derecho— de cada persona a formular y juzgar las normas válidas para su vida, se basa en una falacia, pues el principio de que lo bueno es aquello que es bueno para el ser humano no implica que la naturaleza humana sea tal que le resulten buenos el egoísmo o el aislamiento; no significa que el propósito del ser humano se pueda satisfacer en un estado de desvinculación con el mundo que le rodea. De hecho, como han sugerido muchos defensores de la ética humanista, una de las características de la naturaleza humana es que las personas sólo encuentran su realización y felicidad en la relación y la solidaridad con sus semejantes. Sin embargo, amar al prójimo no es un fenómeno que trascienda a la persona; es algo inherente a ella y que irradia desde su interior. El amor no es un poder superior que desciende sobre el ser humano ni un deber que se le impone; es su propio poder, con el que se relaciona con el mundo y lo hace verdaderamente suyo.

Texto tomado de: ERICH FROMM: Psychoanalyse und Ethik, Bausteine zu einer humanistischen Charakterologie (1946), Capítulo 2.

Texto en inglés: ERICH FROMM: Humanistic vs. Authoritarian Ethics. Traducido por Piluca M.

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