RALPH BORSODI: Huida de la ciudad (1933)

En 1920, la familia Borsodi —mi mujer, mis dos pequeños hijos y yo— vivíamos de alquiler. Comprábamos nuestra comida, ropa y muebles en establecimientos comerciales. Dependíamos por completo de los ingresos de mi inestable empleo de clase media.

Vivíamos en la ciudad de Nueva York, la metrópoli del país. Teníamos la oportunidad de disfrutar de la increíble variedad de alimentos que llegaban a esa gran urbe procedentes de todos los rincones del continente; de vivir en los apartamentos más lujosos que se habían construido para alojar a los hombres y mujeres de este país; de usar los rápidos metros subterráneos, los restaurantes elegantes, los grandes edificios de oficinas, las bibliotecas, los teatros, las escuelas públicas —las mil y una ventajas que hacen de Nueva York una de las creaciones más fantásticas de la historia del ser humano—. Sin embargo, en su sentido más estricto, no podíamos disfrutar de ninguna de estas cosas.

¿Cómo podíamos disfrutarlas si no teníamos una seguridad financiera y nunca sabíamos cuándo podríamos quedarnos sin trabajo; cuando carecíamos del placer de vivir que proporciona la riqueza real y sufríamos todos los males menores, y a veces los mayores, del exceso de excitación, el exceso de comida artificial, el exceso de trabajo sedentario y el exceso de humo y ruido y polvo de la ciudad; cuando era tan duro llegar a los lugares en los que tratábamos de entretenernos como llegar al lugar de trabajo; cuando nuestras vidas estaban faltas de verdadera belleza —la belleza que sólo proviene del contacto con la naturaleza y del crecimiento de la tierra, de las flores y las frutas, de los jardines y los árboles, de los pájaros y los animales—?

No podíamos. Aunque fuimos capaces, durante años y años, como mucha otra gente, de olvidar este hecho —pudimos ignorarlo, entre la multitud de distracciones que conforman la vida en la ciudad—.

Y entonces, en 1920, el año de la gran crisis de la vivienda, la casa en la que vivíamos se vendió sin contar con nosotros. El Nueva York de 1920 no era un lugar para familias sin hogar. Los alquileres eran escandalosamente altos, debido a la escasez de nueva construcción que se remontaba a la Guerra Mundial. Los desahucios eran una epidemia —para permitir que los buitres de los propietarios se asegurasen rentas mayores con los nuevos inquilinos— y la mayoría de los arrendatarios de la ciudad parecían estar en los juzgados, tratando de asegurarse la protección de las leyes de alquileres de emergencia social. Teníamos la oportunidad de buscar una casa en la ciudad que fuese igual de soportable que la que teníamos, de leer un número interminable de anuncios clasificados, de visitar incontables agencias inmobiliarias, de caminar agotados durante millas y de subir tramos interminables de escaleras en un esfuerzo por encontrar esa vivienda de alquiler. O teníamos la oportunidad de huir de la ciudad. Y mientras tratábamos de prepararnos para luchar con este típico problema urbano, nos pudo el anhelo por el campo —por la seguridad, la salud, el placer, la belleza que sentíamos que podríamos encontrar ahí—. Así que llegamos a hacer el experimento de vida que tan a menudo habíamos discutido, pero que habíamos pospuesto hacía tiempo porque implicaba un cambio muy radical en nuestra forma de vivir.

Así, en lugar de empezar la irritable tarea de ir a la caza de la casa o el apartamento, escribimos a los agentes inmobiliarios que había en un radio cercano a la ciudad. Les pedimos una casa que pudiera ser fácilmente remodelable; una ubicación cercana a la estación de tren, porque no teníamos coche; entre cinco y diez acres de tierra, con árboles frutales, espacio para el jardín, pasto, área para árboles y, si era posible, un arroyo; un lugar donde hubiera electricidad y, por último pero no menos importante, un precio de compra bajo. Incluso si lo que podíamos permitirnos era un sitio que apenas iba a cumplir con estos requisitos, estábamos seguros de que en él podríamos conseguir libertad económica y un grado de confort que nunca tuvimos en la ciudad. Decidimos que, en caso de que no pudiéramos conseguirlos en algún vecindario, nosotros mismos podríamos proporcionarnos el resto de elementos esenciales para llevar una buena vida, incluida la escolarización de nuestros dos hijos.

Finalmente, compramos un sitio a una distancia aproximada de una hora y tres cuartos de la ciudad. Incluía una pequeña casa, de una altura de un piso y medio, que no contenía ni una sola mejora moderna: no disponía de cañerías, ni agua corriente, ni gas, ni electricidad, ni calefacción de vapor. Tenía un viejo granero, un gallinero que estaba al borde del colapso y un poco más de siete acres de tierra. Había un poco de fruta en el huerto —algunas manzanas, cerezas y ciruelas; pero, al menos, las manzanas eran abundantes—. «Siete acres», como llamamos al lugar, era lo suficientemente grande para nuestro experimento inicial. Cuatro años después, pudimos seleccionar un lugar más adecuado y comenzar la construcción del tipo de casa que realmente deseábamos.

Puede extraerse una idea de la modestia de la primera casa de los Borsodi a partir de la fotografía; aunque la foto la muestra después de que hubiéramos pasado casi dos años repintando y remodelando el pequeño edificio.

Comenzamos el experimento con tres activos principales: el valor —la temeridad, como lo llamaban nuestros amigos de la ciudad—, una visión de qué métodos y maquinaria doméstica modernos podríamos emplear para eliminar el trabajo arduo y el hecho de que mi mujer había nacido y se había criado hasta los doce años en un rancho del Oeste. Al menos, ella había tenido la experiencia de vivir en el campo durante su infancia.

Teníamos poco dinero y sólo un modesto salario. No sabíamos nada sobre el cultivo de vegetales y frutas, ni sobre la crianza de animales de corral. Todo eso lo tuvimos que aprender. Aunque yo era un manitas, rara vez había tenido la oportunidad de usar un martillo o una sierra (un oficinista rara vez lo hace); pero para que nuestro experimento tuviera éxito, hacía falta que me convirtiera en un maestro de todos los oficios. Nos desconectamos de las comodidades de la ciudad a las que tanto nos habíamos acostumbrado, careciendo de las compensaciones materiales y espirituales del campesino para suplirlas.

Nos fuimos al campo sólo con nuestro mobiliario de ciudad. Comenzamos añadiendo a este equipamiento, totalmente inadecuado para abrirnos camino, una estufa eléctrica. Esa fue la primera compra de la larga lista de máquinas domésticas con la que nos proponíamos testar nuestra teoría de que era posible estar más cómodo en el campo que en la ciudad, con seguridad, independencia y, por si eso fuera poco, libertad para hacer el trabajo al que aspirábamos.

Las incomodidades fueron muchas al comienzo. Las dificultades de aquellos primeros años se desvanecen ahora en una neblina romántica, pero fueron muy reales en su momento. Una familia que empezara con nuestros hándicaps tenía que esperarlas. No obstante, las incomodidades se vieron compensadas casi desde el principio.

Antes de que terminase el primer año, el año de la Depresión de 1921, en el que millones de personas recorrían las calles de nuestras ciudades buscando trabajo, nosotros empezamos a disfrutar del sentimiento de abundancia que los habitantes de una ciudad nunca experimentan. Cortamos nuestro heno, recogimos nuestra fruta, hicimos galones y galones de sidra. Tuvimos una vaca y produjimos leche y mantequilla propias, pero al final la dejamos. Como nos daba veinte cuartos de galón de leche al día, amenazaba con ponernos en el negocio de los lácteos. Así que la sustituimos por un par de cabras de sangre suiza. Equipamos un corral y comimos huevos, pollos y capones cebados asados. Terminamos el año con abundancia, no sólo para cubrir nuestras propias necesidades, sino para practicar una generosa hospitalidad con nuestros amigos —algunos de los cuales estaban sin trabajo—; una hospitalidad que, a diferencia de la de la ciudad, no requería que comprásemos todo lo que servíamos a nuestros invitados.

A lo que produjimos durante el primer año, hemos añadido desde entonces: patos, guineas y pavos, abejas para la miel, pichones —porque aparecieron— y perros que nos hacen compañía. En los últimos doce años, hemos construido tres casas y un granero con piedras que recogimos en el lugar; tejemos telas, mantas, alfombras y cortinas; confeccionamos algunas de nuestras prendas de ropa; hacemos toda nuestra colada; molemos harina, harina de maíz y cereales para el desayuno; tenemos nuestros propios talleres, incluida una imprenta, y disponemos de una piscina, una pista de tenis y hasta una sala de billar.

En ciertos aspectos relevantes, nuestro experimento fue muy diferente de lo que sería una aventura ordinaria de regreso al campo. Nosotros abandonamos rápidamente cualquier esfuerzo de producir algo para venderlo. Después del primer año, en el que criamos algunas aves para el mercado, ese se convirtió en un principio inviolable. Producíamos sólo para el autoconsumo. Si nos resultaba difícil consumir o donar los excedentes de algún producto en particular, reducíamos su producción y dedicábamos el tiempo a producir alguna otra cosa que aún tuviéramos que comprar. Utilizábamos maquinaria siempre que podíamos e intentábamos aplicar los métodos científicos más aceptados para la producción a pequeña escala. Actuábamos según la teoría de que siempre había alguna forma de hacer lo que queríamos, pues sólo teníamos que emplear el tiempo requerido para buscar la información necesaria, y de que la maquinaria que resultase eficiente se amortizaría por sí misma en casa, igual que lo haría en una fábrica.

El papel que ha jugado la maquinaria doméstica en el éxito de nuestra aventura en la granja no puede enfatizarse lo suficiente. Nos permitió eliminar el trabajo duro, nos ayudó con habilidades que no poseíamos y redujo los costes de nuestra producción, tanto en dinero como en mano de obra. No sólo usamos máquinas para bombear agua, lavar la ropa, tener refrigeración; las usamos para producir comida, ropa y refugio.

Algunas de las máquinas que hemos comprado no han dado buen resultado —algo que era de esperar, ya que nuestros inventores e ingenieros, dominados por la industria, han dedicado tan poca atención al desarrollo de equipos y aparatos domésticos—. Pero considerando en su conjunto todas las máquinas y electrodomésticos que hemos utilizado, no es exagerado decir que comenzamos nuestra búsqueda de confort con todas las incomodidades posibles del campo y que, gracias a dichos aparatos, ahora disfrutamos de más comodidades de las que dispone el próspero hombre medio de la ciudad.

Lo que hemos conseguido como resultado no es otra cosa que la determinación consciente de emplear la maquinaria para eliminar el trabajo doméstico duro y para producir por nosotros mismos los bienes básicos necesarios para liberarnos de la esclavitud de la actual civilización dominada por la industria.

¿Cuáles son las implicaciones sociales, económicas, políticas y filosóficas de tal forma de vida? ¿Cuál sería la consecuencia de una transferencia generalizada de la producción desde las fábricas a los hogares?

Si un número suficiente de familias lograra que sus hogares fueran económicamente productivos, los agricultores industriales especializados en un solo cultivo tendrían que abandonar la agricultura como negocio y volver a ella como forma de vida. Las fábricas de embalaje, molido de grano y conservas, por no hablar de los ferrocarriles, mayoristas y minoristas que se dedican a la distribución de productos agrícolas, verían su negocio reducido a la producción y distribución de alimentos exóticos. Nuestra industria más importante es la de los alimentos. Si una guerra de desgaste, como la que nosotros hemos hecho solos, se extendiera a una escala lo suficientemente grande, sacaría a la industria alimentaria de su miseria —porque es ciertamente miserable, desde los agricultores que producen las materias primas, hasta los hombres, mujeres y niños que trabajan duro en las fábricas de conservas, molido y embalaje— y además reduciría proporcionalmente la congestión, la adulteración, el desempleo y los olores desagradables a los que la industria de la alimentación contribuye generosamente.

Si hubiera suficientes familias que hicieran sus hogares económicamente productivos, las industrias de tejidos y de ropa, con sus bajos salarios, su empleo estacional y sus productos baratos y de mala calidad, se limitarían a la fabricación de aquellas telas y prendas de vestir cuya autoproducción no le resultase práctica a una familia media.

Si hubiera suficientes familias que hicieran sus casas económicamente productivas, desaparecerían las fábricas de todo tipo que no fueran deseables ni básicas y permanecerían sólo las deseables y esenciales, que se encargarían de fabricar herramientas y máquinas, bombillas eléctricas, tuberías de hierro y cobre, cables de todo tipo y esa infinidad de cosas que donde mejor pueden hacerse es en una fábrica, dando así empleo a aquellos seres humanos ignorantes que prefieren trabajar en las fábricas.

Si un número suficiente de personas decidiese dedicarse a ella, la producción casera no sólo aniquilaría la industria no básica y no deseada al privarla de un mercado para sus productos. Haría más. Libraría a los hombres y mujeres de su actual dependencia de las fábricas y los transformaría de siervos de las máquinas en amos de las mismas; terminaría con el actual poder explotador, en manos de hombres despiadados, codiciosos y predadores; daría a esos hombres y mujeres la libertad para lanzarse a la conquista del confort, la belleza y el entendimiento.

Texto tomado del Capítulo 1 del libro: Flight from the city. An experiment in creative living on the land.

Traducido por Piluca M.

Si te ha gustado este artículo y quieres conservarlo o difundirlo, aquí tienes una versión para imprimir:

Si este texto te sugiere cualquier idea interesante, háznoslo saber dejando tu comentario abajo. De esa forma podremos enriquecerlo y tal vez inducir un debate constructivo. Para comentar sólo necesitas introducir un nombre y un correo una vez. Es una medida para evitar el spam. Gracias por tu aportación. ¡Feliz travesía hacia la panarquía!

¡Haz clic para puntuar esta entrada!
(Votos: 1 Promedio: 5)

Comentarios 1

  • Es un artículo muy interesante, al que yo añadiría que el protagonista contaba con un capital para iniciar su aventura del que no dispone todo el mundo. Es importante cambiar el modelo de producción y es interesante su planteamiento; pero su propuesta, sin un cambio más profundo en nuestras mentes y nuestra forma de pensar no sirve de nada. Ellos compraron una casa. Muy bien. Habría que ver cómo se apuntan a esta vida para crear un modelo productivo mejor para todo el mundo quienes no tienen dinero para comprarse una casa o quienes no quieren malvender el tiempo de su vida para conseguirlo. Si no cambiamos la mentalidad en ese sentido, esto acabaría siendo como cualquier revolución burguesa o moda hipster o lo que sea.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Usamos cookies propias y de terceros para el correcto funcionamiento del sitio y para mejorar nuestros servicios mediante el análisis de tus hábitos de navegación. Si lo deseas, también puedes personalizar las cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas el uso de las mismas en los términos indicados en nuestra    política de cookies.
Privacidad